“¡Oh sí, desde luego que sí –dijo el parroquiano mientras tomaba la copa para escanciar lo poco que, de ron cubano, quedaba en ella– hay cuentos y cuentos! Están, por ejemplo, los cuentos de Poe, los de Chejov, los tan nuestros y bellos de Quiroga, como los “de la Selva” (para no caer en el lugar común del ciego genial). Están también los cuentos de ciertos neochantas devenidos intelectuales (especie en franco crecimiento), los cuentos del tío, los chinos, los de los estúpidos (¡Ay, Shakespeare!, cuánta verdad en eso de que la vida es como un cuento relatado por un idiota; un cuento lleno de palabrería y frenesí, que no tiene ningún sentido. Bueno…, no es que yo esté muy de acuerdo con ese pasaje sombrío y depresivo de Macbeth, pero confieso que en ocasiones me adhiero al pensamiento ¡Menos mal que dura sólo unos instantes!). Y también están –prosiguió diciendo– los cuentos de algunos argentinos.
—¿Cuáles, por ejemplo?– preguntó intrigado el otro, que lo miraba trazando en su rostro un gesto de asombro adornado con una sonrisita cómplice y socarrona.
—Bueno, están los cuentos políticos, esos de aquellos que los prologaron con frases célebres. Cada década, en este país, nos dejó palabras de obras inolvidables: “Con la democracia se come”, dijo Raúl, e inventó la caja Pan; “Síganme que no los voy a defraudar”, nos vendió Carlitos; “Los argentinos estamos condenados al éxito”, sentenció Eduardo. Pero claro, amigo mío, estos son prólogos recientes. Hay algunos de mi niñez que recuerdo perfectamente, como ese que dijo un conocido autor (mi indulgencia omite el “cuentero”, pero mi ironía lo manda de refilón): “Hay que pasar el invierno”. ¿Recuerda a Álvaro?
—¡Vaya!, aún giran en mi memoria las indignantes chozas de cuasi material con forma de semitubo que fueron presentadas como solución al problema de la vivienda allá por el 60. Demasiados inviernos y ausencia de cobijo digno han soportado los argentinos desde siempre hasta hoy. Y si no, amigo, mire usted el escándalo en torno de las viviendas sociales, que compromete a una parte de un mal llamado progresismo (porque no puede decirse que los ladrones y los que los encubren puedan ser llamados progresistas). ¡El sueño de la vivienda propia sigue siendo no más que eso, un sueño! Cien mil dólares un modestísimo departamentito de un dormitorio. ¿Quién lo puede comprar?
—Hay otras frases antiguas que forman parte de fenomenales cuentos: “El que apuesta al dólar pierde”, exclamó Sigaut, y resulta que después de tantos años nos venimos a enterar, hace pocos días que, por temor, los que los tienen han sacado del circuito financiero más de dos mil millones de dólares en no más de un mes que, se presume, fueron a parar a cajas de seguridad y bancos del exterior. Y esto no me lo cuenta, mi estimado, un simple parroquiano de café como nosotros. Nada de eso; me lo asegura un funcionario de primer nivel.
—Y a propósito de frases célebres: ¿Usted se acuerda la de Luisito Barrionuevo? Para solucionar el problema argentino, recetó: “Hay que dejar de robar por dos años”.
—Una fantástica es la de Fernando en su mensaje de fin de año, allá por el 2000: “El 2001 será un gran año para todos. ¡Qué lindo es dar buenas noticias!” ¡Ja, ja! Me río, sí, pero es para llorar. Paradojas de la vida: mientras él desparramaba optimismo y alegría, para dar por tierra con aquellos que decían que era “aburrido”, el mecánico componía el helicóptero que después contribuiría a su huida.
—¿Y cuando a Felisa le pescaron el dinerillo en el baño de su oficina? ¿Lo recuerda? Justificó el hallazgo con esta pieza de antología: “La plata me la prestó mi hermano”.
—“No somos ni coimeros ni corruptos”, dijo Aníbal, aunque no se entienda demasiado bien por qué Ricardito Jaime está procesado por dádivas. Bueno, después de todo al magistrado de la causa, el archiconocido juez Oyarbide, unos colegas, dicen, lo premiaron con el trofeo “Petiso orejudo”, por considerarlo el peor magistrado de entre los conocidos. Pero no crea que esto es una ocurrencia mía. No, de ninguna manera. Escuche lo que publicó un medio porteño: “Por haber sobreseído a empresarios textiles que explotaban a ciudadanos bolivianos por entender que «la condición de servidumbre» era una «herencia de costumbres y pautas culturales de los pueblos originarios» del altiplano boliviano, el juez federal Norberto Oyarbide recibió el sábado último el premio «Petiso Orejudo» en «La Fiesta por la Justicia», que tuvo lugar en el barrio porteño de Parque Patricios. Oyarbide recibió 84 sobre un total de 198 en la categoría juez federal de primera instancia, en una pelea reñida con María Servini de Cubría y el ya ex juez Octavio Aráoz de Lamadrid. La fiesta fue convocada a través de Twitter y reunió a fiscales, abogados y profesores de derecho”.
—Para el cuadro de honor de los cuentos argentinos.
—Lo del centroderechista Mauricio, con relación a los trabajadores es otra perla: “La manera de tener un desempleo bajo es atrayendo constantemente inversiones. Y eso se logra primero con un régimen laboral muy flexible, que les permita a los que quieran entrar, entrar y salir sin mayores costos”. Sin mayores costos para el capital, claro, y los trabajadores y sus familias que se arreglen. ¿No?
—En los últimos días he visto los anuncios de nuevas obras y autores: “Un hombre distinto”, dice el texto del socio de De Narváez, aunque cuando veo y escucho a Ricardito no veo sino una mala y desdibujada copia del papá. “Ahora sí, Miguel gobernador”, anuncia un actor cómico devenido prócer político. A propósito, recuerdo otra frasecita célebre de Carlitos que le encaja al cómico como anillo al dedo: “No sé si voy a sacar el país del problema económico. Pero seguro que voy a hacer un país más divertido”. En fin…
El parroquiano volvió a tomar el vaso, pero reparó que de ron no quedaba nada. Miró el recipiente transparente, se quedó pensando unos instantes y soltó:
—“¿Qué le parece? ¿Debería pedir el ron de Fidel o un buen whisky de Cameron? ¡A propósito de maltas y de Reino Unido!, recuerdo al dictador: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”. Pero de eso, mire, no quiero acordarme en este texto satírico. No por el indeseable, sino por no manchar con estas ironías la memoria de tantos inocentes mandados al matadero por la locura.
—Bueno, acaso correspondería para la ocasión un buen vino mendocino –le dijo el otro, quien ya había entrado en el juego ácido de su amigo–, pero me acuerdo de Cleto y me deprimo: “Mi voto es no positivo”, dijo, y un montón de editores políticos transformaron su paupérrima obra en best seller de la noche a la mañana. Pero los inventos duran poco. A veces, amigo mío, tengo la horrible sensación de que somos personajes de un formidable cuento escrito por grandes cuenteros, que hacen de la vida de los personajes una verdadera tragedia.
—¡Ah, qué autores algunos! Note si no este párrafo de Carlitos, este paradigma del gran cuento argentino. Fue en Tartagal, en el año 1996, al inaugurar un ciclo lectivo. ¡Sí señor, el riojano dio entonces cátedra sobre cómo elaborar textos narrativos! Escuche: “Se va a licitar un sistema de vuelos espaciales mediante el cual, desde una plataforma que quizás se instale en la provincia de Córdoba, esas naves espaciales van a salir de la atmósfera, van a remontar a la estratósfera y desde ahí elegir el lugar donde quieran ir de tal forma que en una hora y media podamos desde Argentina estar en Japón, en Corea o en cualquier parte”. ¡Formidable! ¡Ni Verne podría igualarlo! Claro, usted tal vez no lo recuerde porque los argentinos tendemos a ser congénitamente amnésicos. En fin, ¿qué más puedo añadir? Ya sé que cuentos y cuenteros hay muchos más, pero debo irme. Está anocheciendo y entre que aguardo el cole y el viaje, a casa llego dentro de una hora. ¡Y eso que no voy a Tokio! ¡Si apenas viajo hasta barrio Belgrano!